Explicación del arbol de la vida

El árbol de la vida y el árbol de los filósofos

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“Arbol es también –escribe Dom Pernety en su Diccionario mito-hermético– el nombre que los filósofos a la materia de la Piedra Filosofal, porque es vegetativa. El Gran Arbol de los Filósofos es su Mercurio, su Tintura, su Principio y su Raíz. Otras veces es la obra de la Piedra… El Cosmopolita, en su Enigma dirigido a los Niños de la Verdad, explica que fue transportado a una isla ataviada con todo aquello que la naturaleza produce de más precioso, y entre otras cosas dos árboles, uno solar y el otro lunar, es decir que uno de ellos produce Oro y el otro Plata.”[1] Tras esta reflexión que nos indica una movimiento hacia un eje, una feliz coincidentia oppositorum, la del tiempo (lunar) que debe descubrir su realidad luminosa eterna (solar) en un espacio individualizado, el de la isla, Pernety agrega que “el Arbol de la Vida es el nombre que los Filósofos Herméticos han dado, en ocasiones, a su Mercurio, pero con más frecuencia a su Elixir, porque entonces es la Medicina de los tres Reinos o su Panacea Universal que resucita a los muertos, es decir a los metales imperfectos, a los que eleva a la perfección de la plata si es el blanco, y al oro si es el rojo”.

Cuando el poeta Goethe anotó 
en su Fausto: “Gris es toda teoría y verde y dorado el árbol de la vida”, estaba haciéndose eco de un arquetipo de larga data a la vez que planteaba, dentro del gran organigrama de su pensamiento, que el grado máximo de armonía viviente es vegetal antes que animal, hijo de sus nexos antes que de su libertad y dinamismo, vertical en su aspiración antes que horizontal en su dinámica. El árbol que él considera verde y dorado es una secreta y premonitoria visión del proceso de fotosíntesis, llevado a cabo por una estrella amarillo dorada de intensidad media –el sol– sobre las hojas y el manto vegetal, origen de la vida en nuestro planeta. Gris, gris mineral, por bella que sea una teoría tiene algo de estático e inerte, y por eso, en el fondo, no nos satisfacen los números y las ideas tanto como un elástico, fragante y verde follaje bajo cuyas sombras reposamos nuestros cuerpos. Aspirando al cielo por su copa, sujetando el infierno mediante sus raíces, el árbol tiene en el tronco un modelo preciso de la tierra como espacio medio, como puente. El árbol, pues, es el gran articulador de estratos y niveles, el modelo más acabado de síntesis orgánica.

Todas las culturas y pueblos de la Antigüedad han venerado un árbol determinado. Así, por ejemplo, para los celtas, la encina era sagrada y sus bellotas comidas ritualmente. Los escandinavos veían a su árbol mágico en el fresno; entre los pueblos germanos la veneración se la llevaba el tilo; en la India era la higuera o ficus religiosa; entre los hebreos y los árabes la palmera y para los chinos, para los chinos su inmenso país tenía tres amigos predilectos: el bambú, el ciruelo, y el pino. A su vez, estos Tres Amigos, que así se los llamaba, aludían a la flexibilidad, la belleza y la verde lozanía, tres de las cualidades que el taoísmo consideraba indispensables para vivir una vida sana y longeva. Por su capacidad para unir los tres mundos o niveles: el subterráneo, terrestre y celeste, el árbol se constituye también como eje, axis mundi, razón por la cual los indios norteamericanos de las planicies, al confeccionar sus viviendas o tipis, erguían en el centro un tronco de abedul o de abeto como pilar cósmico en torno del cual giraban, por encima, las estrellas, y por debajo los rituales de los seres humanos.




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