El árbol de la vida y el árbol de los filósofos
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Cuando el poeta Goethe anotó en su Fausto: “Gris es toda teoría y verde y dorado el árbol de la vida”, estaba haciéndose eco de un arquetipo de larga data a la vez que planteaba, dentro del gran organigrama de su pensamiento, que el grado máximo de armonía viviente es vegetal antes que animal, hijo de sus nexos antes que de su libertad y dinamismo, vertical en su aspiración antes que horizontal en su dinámica. El árbol que él considera verde y dorado es una secreta y premonitoria visión del proceso de fotosíntesis, llevado a cabo por una estrella amarillo dorada de intensidad media –el sol– sobre las hojas y el manto vegetal, origen de la vida en nuestro planeta. Gris, gris mineral, por bella que sea una teoría tiene algo de estático e inerte, y por eso, en el fondo, no nos satisfacen los números y las ideas tanto como un elástico, fragante y verde follaje bajo cuyas sombras reposamos nuestros cuerpos. Aspirando al cielo por su copa, sujetando el infierno mediante sus raíces, el árbol tiene en el tronco un modelo preciso de la tierra como espacio medio, como puente. El árbol, pues, es el gran articulador de estratos y niveles, el modelo más acabado de síntesis orgánica.
Todas las culturas y pueblos de la Antigüedad han venerado un árbol determinado. Así, por ejemplo, para los celtas, la encina era sagrada y sus bellotas comidas ritualmente. Los escandinavos veían a su árbol mágico en el fresno; entre los pueblos germanos la veneración se la llevaba el tilo; en la India era la higuera o ficus religiosa; entre los hebreos y los árabes la palmera y para los chinos, para los chinos su inmenso país tenía tres amigos predilectos: el bambú, el ciruelo, y el pino. A su vez, estos Tres Amigos, que así se los llamaba, aludían a la flexibilidad, la belleza y la verde lozanía, tres de las cualidades que el taoísmo consideraba indispensables para vivir una vida sana y longeva. Por su capacidad para unir los tres mundos o niveles: el subterráneo, terrestre y celeste, el árbol se constituye también como eje, axis mundi, razón por la cual los indios norteamericanos de las planicies, al confeccionar sus viviendas o tipis, erguían en el centro un tronco de abedul o de abeto como pilar cósmico en torno del cual giraban, por encima, las estrellas, y por debajo los rituales de los seres humanos.
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